Los libros que devoran cerebros se han tomado las librerías, por eso el jueves 8 de noviembre a las 20h00 en la Facultad de Filosofía de la UCSG, vamos a conversar sobre literatura Z, cine de serie B zombi, series de tv virulentas y hasta cómo sobrevivir al apocalipsis zombi en Guayaquil.
Después de la proyección de "La noche de los muertos vivientes" del director George A. Romero (película que veremos al finalizar el conversatorio gracias al Ochoymedio), hubo una explosión de zombis en las salas de cine. Luego a través de los videojuegos, los humanos nos convertimos en villanos y nos dedicamos a matar muertos. Y finalmente llega Max Brooks con su novela Guerra Mundial Z en la que nos relata lo que pasó cuando la raza humana estuvo a punto de extinguirse. En este género han jugado escritores como Stephen King, Neil Gaiman, Joe Hill (hijo de Stephen King), Dan Simmons, George R.R. Martin y Poppy Z. Brite. Con seguridad, ustedes se han encontrado con el título "Orgullo, prejuicio y zombis" de Seth Grahame-Smith en alguna librería, por esto creo que ha llegado el momento de conversar sobre esta invasión. Los panelistas invitados en esta ocasión son de lujo: Kevin Fernández, Ileana Matamoros, Billy Navarrete y Rafael Méndez Meneses, quienes conversarán con los asistentes sobre el fenómeno de estos libros y películas que devoran cerebros, para luego pasar a la proyección de la película de Romero a las 21h00. La moderación del evento estará a cargo mio, Adelaida Jaramillo. El conversatorio se realizará a tumba abierta: zombis y cazadores están invitados. Les dejo este cuento de W.W.Jacobs escrito en 1902 y en el que encuentro que uno de sus personajes podría ser un muerto viviente. Los espero para comentarlo el 8. LA PATA DE MONO I -Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera. -Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque. -No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero. -Mate -contestó el hijo. -Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa. -No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez. El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio. -Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido. Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza. -El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego. Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños. -Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora. -No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente. -Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo. -Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza. -Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo? -Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír. -¿Una pata de mono? -preguntó la señora White. -Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar. Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó. -A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo. La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente. -¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla. -Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos. Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban. -Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White. El sargento lo miró con tolerancia. -Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció. -¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White. -Se cumplieron -dijo el sargento. -¿Y nadie más pidió? -insistió la señora. -Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono. Habló con tanta gravedad que produjo silencio. -Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda? El sargento sacudió la cabeza: -Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después. -Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría? -No sé -contestó el otro-. No sé. Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió. -Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento. -Si usted no la quiere, Morris, démela. -No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela. El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó: -¿Cómo se hace? -Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias. -Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos? El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento. -Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable. El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India. -Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa. -¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido. -Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán. -Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer. El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad. -No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo. -Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras. El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves. -Quiero doscientas libras -pronunció el señor White. Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él. -Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora. -Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré. -Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente. Sacudió la cabeza. -No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto. Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse. -Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos. Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto. II -Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte? -Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert. -Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre. -Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte. La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido. Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes. -Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse. -Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo. -Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente. -Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede? Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar. Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla. Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio. -Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin. La señora White tuvo un sobresalto. -¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert? Su marido se interpuso. -Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor. Y lo miró patéticamente. -Lo siento... -empezó el otro. -¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre. El hombre asintió. -Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre. -Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios. Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio. -Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante. -Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido. Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados. -Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro. El otro se levantó y se acercó a la ventana. -La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron. No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida. -Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada. El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto? -Doscientas libras -fue la respuesta. Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado. III Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio. Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo. El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar. -Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío. -Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar. Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó. -La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono. El señor White se incorporó alarmado. -¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede? Ella se acercó: -La quiero. ¿No la has destruido? -Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres? Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente: -Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste? -¿Pensaste en qué? -preguntó. -En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno. -¿No fue bastante? -No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida. El hombre se sentó en la cama, temblando. -Dios mío, estás loca. -Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo! El hombre encendió la vela. -Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo. -Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo? -Fue una coincidencia. -Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer. El marido se volvió y la miró: -Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras... -¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado? El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa. El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto. Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano. Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo. -¡Pídelo! -gritó con violencia. -Es absurdo y perverso -balbuceó. -Pídelo -repitió la mujer. El hombre levantó la mano: -Deseo que mi hijo viva de nuevo. El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes. Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado. No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela. Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada. Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe. -¿Qué es eso? -gritó la mujer. -Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera. La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa. -¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó. -¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente. -¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta. -Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando. -¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy. Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante: -La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla. Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono. -Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara... Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo. Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.
FIN
|
1902
|
martes, 30 de octubre de 2012
La Sociedad de los Poetas Zombis
2:42
Adelaida Jaramillo
martes, 9 de octubre de 2012
Octubre de brujas
19:45
Adelaida Jaramillo
El twitcam del mes de octubre le dedicará un espacio a un personaje destacado en la literatura a través del tiempo: la Bruja. Este personaje sigue vigente desde los mitos de Circe y Medea, y ha sido bien y mal visto dependiendo de la época. La bruja tuvo un espacio en el Siglo de Oro español por ejemplo con La Celestina, fue motivo de estudio de Freud y porque todas hemos sido brujas, al menos una vez en la vida, conversamos sobre ella alrededor de nuestro caldero.
El martes 30 de octubre a las 21h00 (vía @adeljar) los esperamos para comentar el cuento de Andrés Neuman: "Fumigando en casa" en compañía de las hechiceras, magas y brujas: @lagabysilva, @Merrypops1 y @HembraDragon.
Se vale disfrazarse.
Fumigando en casa
Andrés Neuman
Su casa es la de enfrente. Nosotros vivimos aquí, y allí las cucarachas.
La puerta de la casa de la Bruja está más vieja que la Bruja. Salvo cuando el cielo se nubla, la Bruja no sale nunca de día: la luz la desintegraría inmediatamente. Algunos vecinos dicen que ella es capaz de ver en la oscuridad, pero yo no me lo creo. ¿Entonces para qué iba a querer esas gafas tan gruesas? A veces, al volver de la escuela, me parece ver a través de los hierros del ascensor una sombra que se escurre por el pasillo. Entonces intento ser valiente, trago saliva, abro la puerta del ascensor, asomo la cabeza y pienso en pronunciar su nombre: porque la Bruja, aunque parezca mentira, tiene un nombre. No es que yo no me atreva a hacerle frente, pero tardo tanto en decidirme que cuando empiezo a sentir que la boca se me llena del nombre pegajoso de la Bruja, ya no se ve a más nadie en el pasillo.
O a lo mejor es que no había nadie.
Hablando de eso, la Bruja tiene un hijo. Por lo menos uno. Porque vete a saber a cuántos se ha comido. Aunque hay uno que todavía sobrevive: le gusta que lo llamemos Bicho y es de lo más simpático. Trabaja en muchas cosas. Está siempre ocupadísimo. Yo le estoy agradecido, porque me trata como si fuera mayor de lo que soy. Y eso, con los mayores, es bastante difícil. Parecen empeñados en que uno no sepa las cosas, así ellos tienen siempre algún secreto que guardarse. Con Bicho pasa todo lo contrario: me habla de cosas que no acabo de entender como si ya tuviera que saberlas. Cuando se ríe, Bicho me da un poco de miedo.
Algunos vecinos me han jurado que frente a la puerta de mi casa, en la casa de la Bruja, hay un estercolero enorme que ocupa toda la cocina y las habitaciones principales. Dicen que hace un montón de años que nadie ve a la Bruja bajando la basura, y eso es una prueba casi definitiva de que todo lo que comen, usan o tiran en esa casa va a parar al suelo. Mi madre oye esas cosas y sonríe, pero yo no puedo evitar imaginarme el dormitorio de la Bruja como una región húmeda, verde y con volcanes, montañas malolientes y todo eso. Me imagino la cama de la Bruja sobre una mole de desperdicios y cosas antiguas, y en la cima un colchón amarillento con los resortes salidos. Al despertarse, la veo bajando y buscando un llano con un estanque de lava, la veo tomando un baño entre burbujas rojas, riéndose a carcajadas, feliz de ser horrible, con sus tetas enormes. La otra noche soñé algo así y, no sé cómo, me desperté con el pantalón del pijama pegajoso.
También cuentan los vecinos que a lo largo del pasillo de la casa tienen instalada una sala de torturas, donde Bicho es castigado cuando no le sale bien algún trabajo: aparatos terribles como los de un gimnasio, llenos de agujas, cuerdas y engranajes. Esto sí que podría ser cierto, porque muchas noches oigo desde mi cuarto unos gritos terribles en la casa de enfrente. A mí a veces me entra miedo. Tampoco mucho. Un poco. Pero a mi madre sólo parece preocuparle que no entren en casa las cucarachas, que no traspasen la trinchera de veneno que cada mañana ella dibuja con aerosol en el pasillo. A mí me parece que aunque el veneno nos proteja del ejército de cucarachas, también nos obliga a quedarnos encerrados sin poder salir. ¡Te he dicho que no salgas, niño, cierra esa puerta ahora mismo!, me grita mi madre cuando intento invadir la frontera. Yo miro a mi padre pidiéndole ayuda sin que parezca que le pido ayuda.
Querida, dice mi padre entonces, sin que parezca que sabe que le he pedido ayuda, oye, querida, el chico tampoco se nos va a morir por pisar un poco de veneno, ¿no te parece? Pues no, no me parece, le contesta mi madre cruzándose de brazos y estirando una pierna hacia delante, con sus tobillos gruesos, no, no me parece: lo que a mí me parece es que tú, hasta que el chico no le pase algo, no vas a preocuparte nunca.
Mi madre, la verdad, exagera un poco. Y además mi padre se preocupa por mí todo lo que puede. Por ejemplo, hace colas muy largas para comprarme entradas para el fútbol. Y son entradas carísimas. Lo malo es que a mi madre eso también le parece una imprudencia. ¿Y si atacan al niño, eh, tú que harías, pegarte tú solito con esos animales para defenderlo, eh, dime qué harías? Yo no sé de qué se asusta tanto mi madre, si vivimos defendiéndonos de unos insectos negros que atacan por las noches. Hablando de eso, dicen los vecinos, yo no lo sé, pero cuentan que por las noches desfilan en secreto por la puerta de enfrente un montón de hombres para estar con Mariam, la sobrina de la Bruja. Son cosas que pasan, cuentan, no lo sé, a unas horas en las que estoy dormido. Por eso hace semanas me hice el propósito bien firme de quedarme con los ojos abiertos hasta la madrugada, y entonces deslizarme hasta la puerta y espiar por la mirilla para ver a esos hombres que llaman de mala vida desfilando de uno en uno, ver a la Bruja abriéndoles la puerta, espantosa y satisfecha de ser fea, o a lo mejor si hay suerte ver a Miriam saliendo a recibirlos en camisón, descalza, regando de perfume el camino que más tarde, cuando los hombres de mala vida se hayan ido y la Bruja ande por ahí volando y Bicho se escape con sus amigos y Miriam duerma, recorrerán las cucarachas. Pero siempre, en mitad de la guardia, notaba que empezaba a entrarme sueño y a la mañana siguiente no recordaba bien qué había sucedido, despiértate, querido, que vas a llegar tarde.
¿Miriam es realmente la sobrina de la Bruja? Yo no dijo que no, pero muchos menos digo que sí. Como mínimo hay dos cosas que no entiendo. La primera, cómo un ángel como ella iba ser hija de la hermana de una hechicera. Cómo esos pies descalzos, tibios como la sopa del domingo, iban a ser de la misma familia que las zapatillas viejas de la Bruja. La segunda cosa que no entiendo es por qué, entonces, si Miriam de verdad es sobrina de la bruja, he visto a Bicho haciéndole esas cosas en un rellano de las escaleras. Un día le pregunté a Bicho qué edad tenía Miriam. Él se río con la bocaza bien abierta, como si quisiera morderme, y me contestó que algunos años más que yo y algunos menos que él. ¿Pero cuántos, cuántos?, repetí impaciente, sin importarme si algún vecino nos oía o si mi madre aparecía por el pasillo, ¿cuántos años?, y Bicho volvió a hablarme en clave, como si yo supiera de qué me hablaba. Mírale las caderitas, dijo, y te darás cuenta.
Parece que uno al hacerse mayor tuviera la obligación de darse cuenta de esto y de aquello. Pero nadie te explica nada, y uno se pregunta quién les ha explicado a ellos. Hasta que pasó lo del baño, por ejemplo, no terminé de entender por qué mi madre se preocupaba tanto con las cucarachas. Una cosa era rociar aquí y allá, y otra cosa muy distinta fue sorprender a mi madre apuntándolo a mi padre con el bote de insecticida. Lo más raro es que mi padre no se defendía, parecía estar esperando a ser rociado o como arrepentido. Mi madre en cambio parecía nerviosísima y le hacía reproches hablándole muy cerca de la cara, como si las cucarachas estuvieran a punto de salir de las narices de mi padre. Yo, por si acaso, huí a mi habitación. Hasta que por fin, esa misma noche, pude darme cuenta de todo.
Esa misma noche me había vuelto a hacer el propósito bien serio de quedarme despierto hasta la madrugada, sentado en la cama con los ojos abiertos como un centinela en un fuerte. Imaginaba a la Bruja tras la puerta de enfrente, hablando con las cucarachas en su idioma, dándoles instrucciones para saltar nuestras trincheras venenosas y colocarse en nuestra casa. Imaginé a Bicho en la calle, sin haber cumplido con alguno de sus trabajos y con miedo a regresar. Vi a Miriam en camisón, esperando igual que yo, recostada en la única habitación sin desperdicios de la casa, perfumada como ella… Y ya iba notando que sin querer me entraba el sueño, que los ojos se me cerraban, cuando me pareció oír unos ruidos en el baño y después en la puerta de casa. Estuve un rato largo sin parpadear. No volví a escuchar nada. No sabía si seguir esperando o si taparme con las mantas. Al final me levanté de un salto, un poco por valiente y otro poco por las ganas de hacer pis. Avancé con cuidado hasta el baño y encendí la luz: al principio no vi nada, pero enseguida, increíble, en el centro de las baldosas, descubrí una cucaracha bebé que daba vueltas sin saber dónde escapar. ¿Por fin ?, pensé, ¿por fin nos han invadido? Traté de sentir preocupación, aunque yo más que nada me notaba entusiasmado. Era la hora de la acción. Había llegado el momento de combatir. Aplasté decididamente a la cucaracha, revisé todos los rincones y después fui corriendo hasta la puerta. ¡No pasarán! Por fin era el primer testigo de algo importante, un centinela con éxito. La casa estaba a oscuras. Cómo no quería que mi madre se despertara, encendí solamente la luz que ilumina el pasillo de afuera y me puse a mirar por la mirilla, dispuesto a resistir en mi puesto hasta llegasen en fila las cucarachas entrenadas por la Bruja. El corazón me latía con un caballo de carreras. Ahora sí que me había despegado. Me quedé esperando un rato. Y la verdad que hubo suerte, porque no tardé mucho en darme cuenta que mi madre no exageraba tanto: la amenaza era cierta, y entonces no sobraban el veneno ni los nervios ni todos sus reproches. Y mi padre lo sabía y se me iba adelantado, los mayores se me adelantan, y por eso esa noche me dí cuenta de que la batalla era inevitable, cuando através de la mirilla descubrí a mi heroico padre saliendo de la casa de la Bruja, regresando de puntillas con nosotros, seguro que después de fumigarla.
jueves, 4 de octubre de 2012
Noche Lorquiana
12:02
Adelaida Jaramillo
Como parte de las actividades programadas por el
FAAL 2012, el espacio cultural palabra.lab ha sido invitado a presentar su Noche Lorquiana, en la esta ocasión se
rendirá homenaje a la tragedia de la mujer lorquiana presentando a la Novia,
Yerma y Bernarda Alba de manos de Adelaida Jaramillo, Gaby Silva y Solange
Rodríguez. Los personajes masculinos
serán representados por Henry Silva y el director de la obra es Fabricio
Mantilla. Un happening literario que se
presentará el sábado 6 de octubre a las 18h30
detrás del Hemiciclo de La Rotonda en el Malecón 2000.
Entrada
libre
Suscribirse a:
Entradas (Atom)